Ella, él y la luna.
Gemidos, mordiscos, pasión... él sabía a ángeles y ella a luz. Él intentó colarse entre sus sueños, entre sus noches, ella eliminó cada prejuicio, cada duda, cada dilema y lo dejó entrar... y fue lo más hermoso que pudo vivir.
Se refugiaban en el cuerpo del otro como un niño se refugia detrás de la falda de su madre, la noche se hizo su amiga, nunca la dejaron huir, cuando la luna ocupaba el lugar del sol ellos estaban ahí para hacer que cada estrella valiera la pena.
Porque ella era suya, él se encargaba de eso, poniéndole un sello con sus labios en cada rincón de su pálido y mullido cuerpo lleno de cicatrices.
Ella velaba sus sueños, sabía sus miedos, protegía sus secretos y lo amaba, que era quizá lo que más necesitaba.
Y todo aquello se volvió sagrado para ellos, y se convirtieron en infinitos amantes de utópicas noches, se hicieron el amor tantas veces que conocían el cuerpo del otro, cada rincón del cuerpo de ella, los labios de él lo habían pisado, cada trozo de piel de ese hombre sus manos suaves lo habían tocado.
Y se amaban, de día en secreto, mirándose con deseo entre la gente, compartiendo sonrisas en silencio, mirándose de reojo bajo las sospechas de otros.
Y se amaban, de noche, con locura, con pasión, porque sabían que el mañana era impredecible, porque sabían que en cualquier momento uno de los dos tendría que irse, porque querían que cada noche valiera la pena.
Y otras veces sólo hablaban, ella se recostaba en su pecho y le contaba su día, pero a él no le importaba que hablara de más, porque su voz era tan dulce que nada importaba, y ella aspiraba su perfume, parecía que el aire llevaba ese perfume desde que la hizo suya.
Y cuando ella no estaba, sus sábanas permanecían como la noche anterior, él quería dejar su huella, por miedo, miedo a que su olor a miel se alejara de esa cama, miedo de que el mundo hostil pudiera borrar la huella que dejó su amada, miedo de que todo lo que estaba viviendo fuese sólo un sueño y despertara a la mañana siguiente siendo tan miserable como fue sin ella...
Se refugiaban en el cuerpo del otro como un niño se refugia detrás de la falda de su madre, la noche se hizo su amiga, nunca la dejaron huir, cuando la luna ocupaba el lugar del sol ellos estaban ahí para hacer que cada estrella valiera la pena.
Porque ella era suya, él se encargaba de eso, poniéndole un sello con sus labios en cada rincón de su pálido y mullido cuerpo lleno de cicatrices.
Ella velaba sus sueños, sabía sus miedos, protegía sus secretos y lo amaba, que era quizá lo que más necesitaba.
Y todo aquello se volvió sagrado para ellos, y se convirtieron en infinitos amantes de utópicas noches, se hicieron el amor tantas veces que conocían el cuerpo del otro, cada rincón del cuerpo de ella, los labios de él lo habían pisado, cada trozo de piel de ese hombre sus manos suaves lo habían tocado.
Y se amaban, de día en secreto, mirándose con deseo entre la gente, compartiendo sonrisas en silencio, mirándose de reojo bajo las sospechas de otros.
Y se amaban, de noche, con locura, con pasión, porque sabían que el mañana era impredecible, porque sabían que en cualquier momento uno de los dos tendría que irse, porque querían que cada noche valiera la pena.
Y otras veces sólo hablaban, ella se recostaba en su pecho y le contaba su día, pero a él no le importaba que hablara de más, porque su voz era tan dulce que nada importaba, y ella aspiraba su perfume, parecía que el aire llevaba ese perfume desde que la hizo suya.
Y cuando ella no estaba, sus sábanas permanecían como la noche anterior, él quería dejar su huella, por miedo, miedo a que su olor a miel se alejara de esa cama, miedo de que el mundo hostil pudiera borrar la huella que dejó su amada, miedo de que todo lo que estaba viviendo fuese sólo un sueño y despertara a la mañana siguiente siendo tan miserable como fue sin ella...
Comentarios
Publicar un comentario