Cuenta cuántos.

Me pregunté una, dos, tres veces si podía, y dije una, dos, tres veces que sí, y puedo, la verdad es que he podido durante uno, cinco, quince, veinte días, los he contado, como cuando estás preso, que cuentas los días, pero yo no me siento presa, me siento libre, vacía pero llena, pero vacía al fin.
Me he tomado una, dos, tres, cuatro cervezas, las cuento y las anoto, rayitas en una hoja de mi cuaderno, y me río, no porque esté ebria sino porque es gracioso -gracioso triste, no gracioso gracioso- como me he vuelto tan... ¿impersonal? Sí, impersonal. Es graciosa -graciosa triste- la forma en que últimamente sólo me preocupo por mí.
Me pregunté una, dos, tres veces -al día- si estaba bien preocuparme sólo por mí, y me respondí una -sólo una- que sí, que está bien, que estoy bien preocupándome por mí, al final hay mucho aquí por lo que preocuparse.
Cinco, seis, siete cervezas, anoto, sonrío, es gracioso -gracioso gracioso- que me sienta tan feliz de estar sola, cuando por un momento me aterró tanto -uno, dos, tres, mil momentos- pero ahora está bien, está mejor que bien, está excelente.
Ocho, nueve, diez cervezas, -no todas en un día, sólo el fin de semana- once, doce, anoto, ya no sonrío, pero tampoco lloro, miro por encima del hombro y pienso sorna que es tan tonta, tan tonta, pero tan tonta que necesita gritar su felicidad a los cuatro vientos. 
Trece, catorce cervezas, ahí está mi felicidad, pienso, catorce cervezas, los folios en la mesa, los logros a cuesta, el dolor en las piernas.
Tres kilos menos y tres centímetros más de nalgas.
La felicidad la hace uno, pienso una, dos, tres veces.
Y abro la decimoquinta cerveza.

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