Clandestino.

Ahí estaban, abrazándose en el frío invernal de un Londres que ninguno de los dos conocía, habían vivido allí toda su vida pero hasta ese momento, hasta ese instante en el que se dieron cuenta que se amaban fue que pudieron ver la belleza que había a su alrededor, ella siempre la miraba, pero nunca la veía, él en cambio siempre caminaba ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, con un destino más que marcado la belleza de una ciudad era algo sin importancia. 
Ella lo abrazaba, hundía su cabeza en el pecho robusto de su chico, él olía sus cabellos, se fundieron en un abrazo que no llevaba más que amor, pues cuando estaban ahí, juntos, solos, olvidaban todos sus problemas y sólo existían ellos, el resto del mundo se desvanecía, quedando poco más que una simple grieta en sus corazones.
Ella, su amada, esa mujer que dichosamente podía ver cada noche cuando se quitaban las caretas y las dejaban bajo la almohada, junto con sus prejuicios, sus miedos, sus complejos, sus problemas... 
Él, el hombre que la hacía perder el juicio, ese con el poder de mover su universo, de hacerla dudar, de levantarla incluso cuando él mismo la hacía caer, ese con el poder de hacerla perdonar.
Cada vez que se veían ella sonreía, él la besaba e incluso derramaban lágrimas, cargadas de realidad o de alegría según fuese el caso, se tomaban de las manos y juraban que algún día podrían salir juntos a la luz, sin esconderse, amándose sobre todas las cosas.
Pero entonces llegaba el día, y cuando el sol se asomaba también se asomaba la realidad, sus problemas, sus miedos, sus prejuicios, pero eran esos encuentros nocturnos los que hacían que cada día soportaran la horrible realidad que los rodeaba, una realidad que los obligara a odiarse mutuamente aunque debajo de todas esas miradas y comentarios hirientes existiera el más puro y sincero amor, un amor incluso más fuerte que ellos dos, un amor que cada noche se consumaba con un abrazo. 

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