Una rosa blanca.
"Y cuando ya no esté aquí, una rosa blanca tomará mi lugar."
Lloraba, lloraba las noches por no tenerla a su lado, él sabía que la necesitaba, que la amaba más cada día, sabía que por cada noche que pasaba sin ella se le iba la vida, él mataría por ella, rompería sus ideales, destaparía sus mentiras, se revelaría ante ese hombre que siempre estuvo con él sólo por estar con ella, porque no se fuera de su lado.
Ambos sabían que uno de los dos tenía que morir, cada noche que se veían se despedían pues no sabían cuando sería la última, hasta ese día, ese día que él tuvo que dejar todo e irse, caminando hacia el sufrimiento, dejándola sin explicaciones para que ella pudiera ser feliz incluso sin él.
Había hecho cosas horribles, pero a ella no le importaba pues cuando estaban juntos eran simplemente humanos.
Su inocencia murió cuando se enamoraron, no porque el amor los haga así sino porque se condenaron a vivir una vida de dolor y sufrimiento estando separados.
Y cuando se vio allí, tan lejos de ella, tan vulnerable y expuesto sólo deseó morir, recordó su sonrisa que le iluminaba la vida, recordó su piel trigueña, sus ojos miel más hermosos cada día, poso de sus penas, sus labios carmín, dulces, suaves, sus manos unidas a las de él, nerviosas, revoloteando, y su cuello...
Entonces recordó su razón de estar ahí, nada más por salvarla, porque ella viviera y si ella vivía entonces él viviría en ella, podría tomar su vida, vivir de ella pero en silencio.
Ella llegó una noche como todas, entró a la habitación donde sus vidas se unían y esperó, esperó hasta que el sol tomó el lugar de la luna, y lloró, pues ella sabía que se había ido, y ahí, en ese lugar donde cada noche se entregaba a él yacía una viva rosa blanca, una rosa blanca que parecía la única prueba de todo el amor que ellos se habían dado, tal como él había dicho un día.
Lloraba, lloraba las noches por no tenerla a su lado, él sabía que la necesitaba, que la amaba más cada día, sabía que por cada noche que pasaba sin ella se le iba la vida, él mataría por ella, rompería sus ideales, destaparía sus mentiras, se revelaría ante ese hombre que siempre estuvo con él sólo por estar con ella, porque no se fuera de su lado.
Ambos sabían que uno de los dos tenía que morir, cada noche que se veían se despedían pues no sabían cuando sería la última, hasta ese día, ese día que él tuvo que dejar todo e irse, caminando hacia el sufrimiento, dejándola sin explicaciones para que ella pudiera ser feliz incluso sin él.
Había hecho cosas horribles, pero a ella no le importaba pues cuando estaban juntos eran simplemente humanos.
Su inocencia murió cuando se enamoraron, no porque el amor los haga así sino porque se condenaron a vivir una vida de dolor y sufrimiento estando separados.
Y cuando se vio allí, tan lejos de ella, tan vulnerable y expuesto sólo deseó morir, recordó su sonrisa que le iluminaba la vida, recordó su piel trigueña, sus ojos miel más hermosos cada día, poso de sus penas, sus labios carmín, dulces, suaves, sus manos unidas a las de él, nerviosas, revoloteando, y su cuello...
Entonces recordó su razón de estar ahí, nada más por salvarla, porque ella viviera y si ella vivía entonces él viviría en ella, podría tomar su vida, vivir de ella pero en silencio.
Ella llegó una noche como todas, entró a la habitación donde sus vidas se unían y esperó, esperó hasta que el sol tomó el lugar de la luna, y lloró, pues ella sabía que se había ido, y ahí, en ese lugar donde cada noche se entregaba a él yacía una viva rosa blanca, una rosa blanca que parecía la única prueba de todo el amor que ellos se habían dado, tal como él había dicho un día.
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