El contoneo de sus caderas.

Muchas veces le pidió, como un favor, un abrazo, un beso, una caricia, ella aceptaba pero no sabía el enorme daño que le hacía a su pálido amigo de ojos grises.
El seguía el contoneo de sus caderas por las calles de París, desde el auto veía sus finas facciones, sus femeninos gestos, pero no se atrevía a bajarse y declararse.
Compró flores, joyas, regalos, escribió cartas, cosas que nunca entregó.
Ella disfrutaba enamorarse, de todos menos de él, él disfrutaba mirar sus pechos ligeramente caídos por encima de la camiseta que le pertenecía, sus manos finas pero con dedos regordetes, sus cabellos ondulados y castaños que caían desordenados sobre sus hombros.
Cada mes llegaba seis o siete veces llorando a su casa, diciéndole las estupideces que cometía un canalla, él como buen amigo le brindaba asilo, helado, abrazos, besos y todo cuanto ella quisiera, diciendo que él sólo quería hacerla sentir bien, escondiendo debajo el más puro amor. 
Pasó de ser un conocido, a un amigo, luego su mejor amigo, su amante de algunas noches, y a "te quiero como a un hermano" para morir en batalla mientras intentaba superar sus miedos, pero nunca lo logró y volvió al principio. 
Después de 10 años aún observa el contonear de sus caderas desde el auto, lleva de su mano un chicuelo, no es rubio de ojos grises, es de algún otro hombre que nunca la amó o que nunca se percató del lunar que tiene justo debajo de su pecho derecho, no como él, que la amaba y conocía cada parte de su cuerpo, pero ella lo fue olvidando, hasta no ser más que una vieja amistad, pero para él ella siempre será suya. 

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